El Espíritu Santo nos consuela | Charles Spurgeon

Por: Charles Spurgeon
«El Consolador, el Espíritu Santo» Juan 14:26
La era actual es, de un modo especial, la dispensación del Espíritu Santo, en la cual Jesús nos alienta, no con su presencia (como lo hará en breve), sino con la morada y la constante permanencia en nosotros del Espíritu Santo, que es, en todas las épocas, el Consolador de la Iglesia.
La misión del Espíritu Santo consiste en consolar los corazones de quienes forman parte del pueblo de Dios. Él convence de pecado, ilumina e instruye; sin embargo, el aspecto principal de su obra es alegrar los corazones de los regenerados, confirmar a los débiles y levantar a todos los que andan humillados. Esto lo cumple revelándoles a estos a Jesús.
El Espíritu Santo consuela, pero Cristo es el consuelo. Si se nos permite utilizar esta figura: el Espíritu Santo es el Médico, pero Jesús es la medicina. El Espíritu sana la herida, pero lo hace aplicando el santo ungüento del nombre y de la gracia de Cristo. No toma de lo suyo, sino de lo que es de Cristo. Así, pues, si damos al Espíritu Santo el nombre griego de parakletos —como lo hacemos a veces, nuestro corazón aplica a nuestro bendito Señor Jesús el título de paraklesis. Si uno es el Consolador, el otro es el Consuelo.
Ahora bien, teniendo el cristiano tan rica provisión para sus necesidades, ¿por qué ha de estar triste y desalentado? El Espíritu Santo, movido por su bondad, se ha comprometido a ser tu Consolador. ¿Crees, oh débil y tembloroso creyente, que el Espíritu no responderá a la confianza que has depositado en él? ¿Puedes suponer que haya intentado una cosa que no puede o no quiere cumplir? Si su obra peculiar es fortalecerte y consolarte, ¿piensas que habrá olvidado su cometido o que fracasará en la amorosa tarea que lleva a cabo en beneficio tuyo? No, no tengas tan mal concepto del tierno y bendito Espíritu, cuyo nombre es «el Consolador».
Él se complace en proporcionar óleo de gozo al que llora y manto de alegría al espíritu angustiado. Confía en él; y él, sin duda, te consolará hasta que se cierre para siempre la casa del llanto y dé comienzo la fiesta de boda.
Tomado de “Lecturas vespertinas” pág. 296
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